Un cielo nublado.

 Un último hilo de luz desaparece detrás del humo.

Y en esa desértica ciudad no hay nadie para contemplarlo.

Sus miradas fijas en las pantallas y sus dedos tecleando rápidamente mantenían su atención en algún otro lado.

Pero por más que yo lo intentaba, no podía llegar a esos incesantes lamentos, esos aullidos llenos de dolor.

No habían direcciones, no había bien ni mal, no existía razón. El caos reinaba hasta donde alcanzaba mi vista.

Poco a poco los quejidos cesaban, y se volvían cada vez más silenciosos. Pero esto no era ningún alivio, porque mientras menos lamentos escuchaba, el sonido de las balas aumentaba.

El horror ya no me invadía, las lágrimas ya no brotaban de mis ojos.

Poco a poco me dejaban de doler los numerosos moratones, y de las heridas emanaba silencioso ese rojo líquido.

Ya no sentía prácticamente nada, ya no escuchaba nada. el silencio se hizo dueño del mundo y yo agradecí, el aire abandonó lentamente mis pulmones y yo grato sonreía.

Levanté la mirada y mi único deseo en ese infinito segundo; fue poder ver aunque sea un segundo el brillante sol...              

Morí esa mañana, todavía observando el humo llenar el cielo.

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