Antes desconocidos

 Sonreía, no la había visto más de 2 o 3 veces pero ya comenzaba a sentir el ligero rubor en mis mejillas cuando ella sonreía. 

La tarde era una amalgama de emociones, el olor del incienso se mezclaba con el del cigarrillo y al juntarse el humo de estos, se nos daba el privilegio de experimentar nuestra propia neblina que cubría y decoraba todos los parajes a la vista en la pequeña sala en la que nos encontrábamos. 

 Quien hubiese pensado en los inmensos paisajes que se podían formar en la sala de un departamento de pocos muebles.

La lampara de piso a un costado de la puerta confabulaba con el cabello de los invitados, para juntos crear una enredada jungla de sombras, lianas y montañas en el techo liso y blanco. Las tazas de té que ellos sostenían en sus manos desprendían un tímido pero constante vapor, que parecía invitarme a flotar y dispersarme en el aire junto con él. 

 ¿Como no volverse loco? Como no dejarse llevar por la poesía en mi entorno, que me pedía a gritos que lo experimente, que lo aproveche, que no deje pasar un segundo más sin rendirme ante sus versos.

Ella reía, su risa suave, alivianada. La ligera inclinación en su cabeza al hablarme, las notas ligeramente más agudas en la melodía de sus palabras, el mismo contenido de estas aportaba al cada vez más notorio levitar de mis ideas. 

¿Qué se estaba construyendo entre cada risa y sonrisa? Es como si cada intercambio, cada palabra que yo le regalaba y ella me devolvía acercase nuestras desconocidas, solitarias y vagabundas penas más cerca.

Ella era la cascada del paisaje, ante mis balbuceos nerviosos, ella vertía carcajadas, suspiros y pequeños murmullos indiscretos que como un torrente de agua me empapaban, me dejaban tiritando y expectante me invitaban a bañarme en ellas, a beberlas, a limpiar mi cuerpo de cada noche lenta y desabrida que había antecedido a esta. 

Finalmente, lo noté. Era de noche, todos se habían ido a la cama, cada uno entre sus propios delirios, tragedias y rapsodias; quedando no más que nosotros... Nosotros, los centímetros entre nuestras bocas, nuestros dedos que adelantándose a sus dueños ya se encontraban entrelazados. 

Nosotros, su respiración lenta y pausada, la mía intentando disimular su agitación. Nosotros y nuestras necesidad de apaciguar la soledad del otro, nosotros y una larga noche, cuya oscuridad cómplice prometía tenernos a buen recaudo. 

Solo queda un colchón libre, murmuré. 

¿Como? 

No.. Pues, parece que solo queda un colchón libre, quieres tomarlo tú? 

Ella sonrió, encantada de saber sin ninguna duda que ninguno de los dos pasaría esa noche solo, pero que ninguno habría de admitirlo en voz alta. 

El sillón luce incómodo, dijo.

He dormido en peores sitios, repliqué. 

Creo que ambos cabemos en la cama. 

¿Te sientes cómoda con eso? 

Más que con la idea de que duermas incómodo en ese sillón. 


Antes de que pudiese replicar con cualquier excusa patética, el sonido mi corazón y su usual falta de sutileza le respondieron por mí. 

Te espero ahí, musitó. 

Esa noche aprendí varias cosas...  Supe que el cuerpo almacena el calor mejor que cualquier cobija, sábana o frazada, también noté que a pesar de nunca haber bailado, mi cuerpo y el suyo parecían haber estudiado por meses esa coreografía que ahora interpretábamos, aprendí que el tacto puede suplir a la vista sin ningún problema y que aparentemente toma 3 horas perder la razón y volverla a encontrar. 




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